Mi trastero.

En el perchero de un armario sin lustre descansa el cuero viejo de mi cazadora inseparable en aventuras por la carretera, sí un perrillo fuera sus quejidos taladrarían mí mente pidiendo una salida a la carretera urgentemente a hacer sus “necesidades”. Entonces me paro y escucho a la más joven chaqueta de cordura que le vacila a la otra diciéndole por lo bajini que ella no sólo es mas cómoda y liviana, además no deja pasar agua ni frío y que suele ser más usada. La vieja le dice que más vale no tenga nunca un arrastrón por el asfalto en tono vengativo.

En el perchero de madera estoicos y callados, uno de cuero negro nuevo y sin uso, a su lado otro vaquero al que otrora sus dos mangas desaparecidas le conferían el título de chaqueta, este con profusión de remiendos ya algún que otro parche bordado y chapitas… ambos chalecos  cogiendo polvo.

Más allá varios cascos jet que tuvieron mejores épocas inmóviles y quejosos por no andar protegiendo mi atolondrada cabeza haciendo kilómetros y kilómetros. Estos por ser de tipo abierto con la posibilidad de ir con la cara descubierta envidian el integral de su uso más frecuente, cuando es cuestión de seguridad y comodidad no de estética.

Debajo de ellas en un estante las viejas forjas de símil piel reivindican protagonismo viajero, vanagloriándose de haber sido quemadas por el escape de una Harley Davidson, reparadas y zurcidas con materiales de tan rancio abolengo como la cinta americana, hilo de cuero y algunas bridas de plástico negro. Cosa que no inmutan a unas modernas de cordura plástica que pese a no ser especificas para un tipo de modelo presumen de ser impermeables, calladas saben que atravesaron la Cornisa Cantábrica lloviendo y no permitieron calar ni una gota.

Enfrente de esa estantería también andan a la greña dos cajas: una metálica de galletas danesas de mantequilla y otra de plástico transparente cilíndrica. La primera contiene varias redes elásticas con ganchos vulgarmente llamadas “pulpos” y en la segunda se agolpan otras tantas gomas con las mismas fijaciones en las puntas. Pugnan también al escuchar los cascos por ver quien cuenta con mayor eficacia, al rato callan. La conclusión es que siempre van unidas unas y otras complementándose. Saben que cuando salgan a carretera viajaran posiblemente hasta que se irán dejadas por mí a algún necesitado compañero de ruta que no las devolverá, como viene siendo habitual.

Bajo ellas dos botes de spray repara-pinchazos impasibles, ni se inmutan, aquello no va con ellos. Tienen la inefable cualidad de no estar a mano cuando se les necesita, se adquieren después y nunca más vuelven a hacer falta. Son la paradoja que explica la Ley de Murphy. Posiblemente estén vacíos, tratan de ocultármelo… están muy bien allí también, recolectando su porción de olvido y polvo. 

Silenciosas en lo alto de un armario y en su caja aún un par de botas nuevas esperan el momento de ser libres de su reclusión y ser estrenadas, haciendo su cometido. Sueñan con visitar grandes lugares, atravesar pueblos y ciudades, surcar calzadas de todo tipo y regresar a casa habiendo soportado angostos calores, intensas lluvias o extremos fríos. Sería fácil decir que es un caro botín… para unas botas.

En la estantería de enfrente una novísima amoladora dentro de su caja sin abrir víctima de un regalo navideño le niega la palabra a la vieja taladradora Black & Decker y aquella lijadora que mantiene ser un roedor y que dice que no la hubieran diseñado así, no es su culpa.

El cajón de tornillos, tuercas, tacos y alcayatas no se pronuncia tiene demasiado con el lío que existe en su interior, siempre esperando un momento en que se clasifique todo, no es buen lugar para la democracia, allí las igualdades no existen.

Las neveras de playa ni sienten ni padecen, al igual que otros objetos que de forma presencial, esperan acabar algún día en la basura como una misericorde manera de terminar ya que su función no fue más allá de un cometido fugaz.

Pienso lo que pienso y decido abandonar aquel cuarto trastero, echo un nuevo vistazo como si con ello revisara que todo está en un supuesto orden.

Apago la luz y cierro la puerta.

Me voy con la promesa de no volver a manipular disolventes, ni acetonas en lugares cerrados.

Foto de Mike en Pexels

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