Orejas de lobo.

                                 

.

*imagen atrapada de internet.

Llegué el primero al banco del parque y me encendí un Fortuna, rápidamente devolví el paquete al calcetín mirando a mi alrededor por allí circulaba mucho gorrón de tabaco.

Aquella tarde me había cobrado un buen botín para ser lo que llamábamos una “sisa”, era una cantidad más que aceptable para emplearla en litronas, porros y algunas pastillas, siempre hacíamos algún tipo de fondo común

Dos caladas más tarde llegaron en sus ruidosos ciclomotores más parecidos a una bandada de moscardones que a lo que realmente eran media docena de motillos con un par de chavales en sus grupas cada una.

Enseguida me llamó la atención algo que El Dani llevaba bajo el brazo: una revista doblada. Sentía curiosidad por saber por qué el tipo más zoquete del grupo llevaba consigo algo para leer y por añadidura en aquel lugar.

Con la vista le inquirí sobre el objeto en cuestión.

— ¡Se la he robado al Blas! ¡En el Taller de su padre! ¡Venimos de ver las nuevas japos de seiscientos! —exclamó triunfal vanagloriándose de la hazaña.

Extendí la mano y me la entregó mansamente a cambio de mi medio cigarro.

Allí la tenía ante mí, un ejemplar de Motociclismo.

La verdad es que nunca me apasionaron aquellos reportajes de las beldades o malfuncionamientos de las motocicletas, las comparativas y todos aquellos sucesos que ocurrían alrededor de las competiciones que algunos apasionados seguían como verdaderos fans.

La ojee y en la portada un recuadro reclamó mi interés rezaba tal cual desde Arizona a Alaska en Honda Goldwing, miré el sumario y la abrí por la página en cuestión.

Leí.

“Lleno de polvo y sequedad tras muchas millas en soledad sin cruzarme con un alma en aquel bonito e inhóspito lugar, hasta el aire era fuego, mi boca seca ya me daba avisos de provocar arcadas, y el miedo que la moto se sobrecalentase era grande, pese a que en el concesionario me habían preparado a conciencia aquella unidad de prueba,

Aquella recta inacabable se convertía en algo cansino y monótono, y el paisaje de postal como mero testigo que yo contemplaba sin remedio.

Hacia unos cinco minutos que una serpiente zigzagueaba tras un lagarto de grandes dimensiones y que mi mente atrapó como en un flash a pleno medio día.

Al subir un repecho una pequeña curva y apareció cual oasis una gasolinera con aspecto muy deslucido y a su lado se alzaba un viejo edificio de madera con un viejo cartel que tenía tres letras que en aquel momento me parecieron salvadoras: BAR.

Delante de él un pequeño aparcamiento con dos viejas camionetas pickup y varias motos con muchos brillantes cromados  y largas horquillas que vigilaban desde la puerta unos polvorientos bikers, supuse que habían venido por donde yo.

Al pasar delante de ellos me miraron con cierta condescendencia y desdén, pero nadie dijo esta boca es mía. Quizás el desierto aquel despierte algo de solidaridad de carretera en los que lo atraviesan., yo era un europeo se notaba a simple vista y con aquella moto japonesa.

Entré en el local y algunas miradas inquisidoras y fue un poco más de lo mismo hasta que llegué a la barra y pedí una cerveza bien fría.”

Tan absorto estaba enfrascado en la lectura de aquella aventura que no atendía a la charla de mis compinches del grupo, ni a lo que proponían, se iban a pillar algo de droga.

En aquel momento estaba en Death Valley junto al tipo polvoriento y su birra.

Se marcharon, al fin y al cabo no haba sitio para mí.

Aquella misma tarde Karlitos y El Tano murieron ambos de sobredosis de heroína, su máxima ilusión era probar el jaco. Curiosamente a partir de ese aquello el grupo se disolvió y fuimos saliendo los unos de los otros de nuestras vidas cual azucarillo se disuelve en el café.

Cuarenta y seis años después entro en un bar de pueblo llevando todavía algo de polvo de Los Monegros, soporto con levedad la momentánea mirada inquisidora de los lugareños que observan dos tractores y sus remolques, unos jubilados juegan animadamente la partida, mi moto ha roto momentáneamente su monotonía diaria.

Pido una cerveza fría y me la sirve una chica sonriente y me pone en un plato unos torreznos y unos trozos de pan.

— ¡Gracias, en Arizona no son tan esplendidos! —exclamé, solamente yo sabía el porqué.

Jamás devolví aquella revista al Dani.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *