Aires nepalíes.

*Texto ya publicado anteriormente en las redes, pero del que me siento orgulloso y se lo quiero dedicar a @Carles Brotons, un montañero, viajero, escritor, músico, motorista y aventurero que ha viajado mucho a este país tan bonito y peculiar como es Nepal.

Vivo en la calle. Mi nombre es Prākāsh Dāwā, soy uno de esos niños que el gobierno de mí país Nepal, quiere hacer desaparecer.

Pasó hace tanto, intento olvidarlo pero todas las noches lo recuerdo: un dulce olor, el shari rojo malva, un té afrutado con leche de cabra, unos ojos almendrados que me miran, aquella última caricia.

Contemplo la cúpula blanca semicircular del Boudhanat Stupa (allí donde se guardan las reliquias) me atrae con su aguja dorada, y otros ojos, estos están grabados bajo ella imposible no mirarlos, la figura del Buda dorado y sus ofrendas, las ruedas de oración y los mantras, las banderas de colores. Todo me seduce, únicamente puedo almacenar imágenes en mi cabeza, con la edad de cinco años debe ser normal.

Y de pronto el ruido ensordecedor, el mundo se destruye, se agita, tiembla y cae a mí alrededor, volviéndose como borroso, alterado. La gente grita, corre, la mano que tengo cogida desaparece, me veo solo.

No están, todo el mundo llora, yo entre ellos, dicen que es un terremoto, nunca escuché esa palabra desconozco su significado y creo que es malo.

Paso mucho tiempo esperando a las puertas del Tsāmchēm Gompā (Monasterio Tibetano) del Boudahanath Sadak Katmandu, así se llama. Me entero porque se refieren a él todo el tiempo. Los fieles continúan llegando, entre Kôrās (ruedas de oración) y los mantras repetidos  ayudan en la reconstrucción de la Stupa más antigua de Katmandú, esto también lo aprendo.

Estoy esperando en la puerta del monasterio durante días y días. Pero no vuelven. Miro las caras de quienes vienen y van sin resultado. Un monje me da comida y cuida de mí. Lo agradezco.

Tras mucho tiempo vagando por los alrededores decido que me tengo que ir. No sé dónde pero he de hacerlo. Mis pasos me llevan a Vyāpāra Kô Saraka (la Calle de los Oficios) allí me quedo mirando la meticulosa elaboración a cargo de un Kāmis (herrero de cuchillos) de un Kukri, una especie de puñal de gran tamaño y de forma curva, que también usan de herramienta, e hicieran famoso los Gurkas en aquella guerra de un lugar llamado Malvinas.

El proceso es largo. Y el hombre muy habilidoso mete el acero en las ascuas y cuando está al rojo vivo lo saca golpeándolo una y otra vez con un martillo sobre un gran hierro al que llaman yunque. El artesano es uno de esos Kamis puros de casta y por tanto un intocable. Espero a que termine la elaboración del enorme y bonito  puñal para pedirle cobijo a cambio de trabajo, pero no me escucha y me marcho.

Me ha gustado como un trozo de metal acaba siendo una cosa bonita.

Sigo caminando hay mas herreros a todos pregunto. Al final el más  humilde me acoge. No sin antes chillarme y darme un garrotazo en las nalgas.

Duermo en la herrería del Pūrano Hindū (viejo hindú), también  barro y limpio el suelo del lugar. El otro día me dieron un trozo de pan de pita duro y un vaso de té caliente por ordenar toda la chatarra. Antes era peor, me tenía que disputar las sobras con los perros callejeros.

Ahora estoy atento a lo que ellos dicen y sí puedo les ayudo, traigo el agua de lluvia del viejo depósito y alguna vez agito un viejo fuelle de cuero para avivar la llama. Tengo guardado en mi mente todo el proceso de transformación de algo inservible en una pieza de utilidad.

Me gustaría tener fuerzas para levantar el martillo, pero no puedo. Aún.

El viejo ya no me pega con el bastón,  ahora solo me insulta, me llama malnacido y bastardo en su idioma patrio. Cree que no lo sé.

Su ayudante al que llaman Ādhā mānchē (Medio hombre) porque una bomba le arrancó el brazo izquierdo de cuajo, perdió un ojo e hirió en la pierna del mismo lado. No sé su verdadero nombre, y creo que nadie lo sabe.

El herrero lo acogió hace años cuando su hijo se marchó a trabajar a un lugar llamado Abu Dabi, es un hombre importante hace grandes edificios.

Por la gran edad ya no podía golpear el metal incandescente. A veces me pregunto sí el “medio hombre» era un dios caído en desgracia al que una explosión no pudo matar. Y su condena fue dar una y otra vez golpes a la pieza sacada del infierno. Debía de ser el gigante que tapaba el sol.

Me gustaría ser tan fuerte como él. Podía estar todo el día golpeando el yunque y ni siquiera sudar.

Cuando llega la noche duermo bajo una chapa, aquí  mismo, sí oigo ruidos extraños golpeo unas latas con un trozo de varilla de metal y, así espanto a quienes vienen a robar. Por suerte hace tiempo que no pasa, también las ratas han dejado de aparecer.

A veces en el silencio de la noche me pongo a recordar, pero no sé dónde están mis padres. Todo el mundo tiene unos los veo pasar por la calle cogidos de la mano. Me da mucha envidia.

Sé que no volveré a ver a mi madre, ni a probar su Sel Roti la comida especial cuando festejábamos aquellos días felices.

Entre los que pasan a veces hay policía y me buscan para que vaya al colegio  con otros niños, pero yo se leer y escribir, hacer cuentas… me lo enseñó mi madre, me leía todas las noches antes de dormir.

Hoy ha hecho cinco años de aquella pesadilla he vuelto a Boudahanath está  como aquel día, busco entre las caras de la multitud aquella mirada pero no la encuentro, muchos ojos están llenos de lágrimas como los míos. Regreso cabizbajo y con los ojos rojos a la fragua del abuelo hindú, hoy como premio me va a dejar golpear un trozo de hierro, eso dice.

Lleva a cabo su promesa, coge un trozo de la ballesta de suspensión de algún vetusto camión inglés y la echa al fuego, cuando está candente la saca con maestría blandiendo unas pinzas y la deposita en el ajado yunque, me da un pequeño martillo y me invita con la mirada a golpear. Sonríe. Es la primera vez que le veo hacerlo.

Miro a “Medio hombre» y este asiente empuñando su herramienta como dándome su beneplácito, doy un martillazo y saltan chispas como luciérnagas diurnas. Y seguidamente el grandullón da uno más fuerte que hunde la masa roja  como sí fuera mantequilla, rio asombrado. Sigo golpeando feliz.

Así fue mi primer día como herrero.  La pieza que hicimos aquel día fue —como no— un pequeño Kukri que llevo al cinto desde entonces.

Foto de Jake Young en Pexels

2 comentarios sobre «Aires nepalíes.»

  1. Carles Brotons dice:

    Muchas gracias por tu dedicatoria, querido maestro Ramón. He releído este texto que ya conocía, y de nuevo me ha transportado a mi amado Nepal.

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    1. rpm.64@hotmail.com dice:

      Gracias a ti amigo por volver a leerlo.
      Aquí voy dejando archivados todos mis textos los más antiguos y alguno que vaya surgiendo, sin ninguna presunción mas que conseguir como bien dices en este caso transportarte a tu amado Nepal, hacerlo con cualquier lector.
      Un abrazo.

      Responder

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