No sé cómo fue que me paré a pensar e hice ciertas cuentas: siempre me dijeron que con 18 meses arribé a la ciudad y era fácil sumárselos a mi año de nacimiento (1964), al resultante le añadí una cantidad de tiempo aproximada y ya lo sabía, no era exacto pero estaba abierto a todo tipo de conjeturas.
Acertar en dónde no consta un documento ni nadie que lo pueda corroborar cual notario a ciencia cierta es un hecho muy difícil, no existe ni gráfico o de palabra.
Únicamente esbozos en mi retentiva en ese caso la de un bebe que todavía no llega a ser un niño, acudía al colegio donde bebíamos obligatoriamente unas botellas extrañas de leche todos lo días y recuerdo que teníamos un libro el cual se titulaba “El Parvulito”, en mi joven memoria ávida de estímulos exteriores que atesorar pero que con el tiempo se diluyen en el cerebro nuevo a estrenar entonces y hoy lleno de información alguna para desechar, francamente. Demasiados datos introducidos quizás a posteriori e intentando rememorar cosas de aquella época se me hacen harto difícil.
La cuestión es que tras contemplar (ahora lo recuerdo) una ajada fotografía de aquellas de blanco y negro de las que siento una total predilección, de esas cuyos bordes irregulares cual sello de correos poco agraciado, donde la imagen de un orondo infante sentado sobre el asiento de una magnifica Lambretta sonreía haciendo patente que la felicidad se hallaba allí subido.
Era un mecánico pastel y él era la guinda que lo coronaba.
Entonces voy y me pregunto que cuando fue la primera vez que subí a uno de esos artefactos llamados coloquialmente motos.
El más recurrente y que viene a la mente es con unos 12 o 13 años subir a lomos de una Gimson Polaris de 49 c.c. llena de óxido que aparcada en la acera y atada con una cadena a un verja tomamos como juguete todos los críos de la zona sin que nadie nos llamase la atención por ello, para entonces soñar que recorrías mil lugares haciendo el ruido con la boca.
Entonces con esa edad seguías siendo un tanto pueril, una bendición alargar un tanto la infancia y su candidez.
Hacerlo y tomar esa experiencia como la primigenia sería fácil pero no, fue más atrás. Estoy convencido.
En mi cabeza resuena entre grisáceas lagunas un mono cilíndrico salido de la fábrica Mototrans de Barcelona en 1974, ya tenía una fecha donde seguir mis pesquisas.
A ello se suma la imagen de estar sentado en un depósito verde turquesa muy llamativo, la motocicleta era una Ducati Vento 350 c.c.
Entonces yo podía contar con unos 10 añitos, por fechas y me subirían al tanque de gasolina pues llevaría el típico colín para una plaza tipo moto de carreras, puede ser esa una explicación, pero siguen siendo conjeturas.
Si recuerdo recibir el aire en la cara y un ruido ensordecedor para mí.
Luego la experiencia está unida a una bronca de mis progenitores con el individuo que pilotaba aquel artilugio que no era otro que un primo segundo de mi padre, un tal Otoniel que quiso hacer la gracia y ellos no lo vieron así.
Aquello tal vez fuera el detonante de que en mi casa nunca estuvieran bien vistas las motos, salvo las carreras que a la sazón siempre ganaba Ángel Nieto retransmitidas en aquella televisión de blanco y negro por la cual nos asomábamos al mundo.
Aun cuando veo una de esas en alguna reunión de motos clásicas, me acuerdo de ello.