Un regalo de… Cuatro hojas.

Hola chavalería que por lo que sea leéis este blog, os voy a hacer un regalo envenenado: el primer capitulo de la novela que tengo terminada llamada «Cuatro hojas» y que por diversas circunstancias que no vienen al caso no he publicado como estaba previsto. Quizá al acabarlo alguien diga que se ha quedado con ganas de más, o simplemente no le guste sin más, no pasa nada también puede ser un «texto sonda»… y yo que igualmente estoy loco perdido quizás me plantee ir poniendo por entregas los cincuenta capítulos restantes, o guardarla en el cajón junto a otros textos en espera de nuevos tiempos… así pues dejad comentarios por ahí abajo. Leed pues y gracias de antemano.

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Comenzaba a amanecer aquel 20 de marzo de 1964, mientras el vetusto Seat 1400 azul oscuro avanzaba traqueteando a gran velocidad por el estrecho camino manchego sin asfaltar, ya hacía kilómetros que abandonó la ciudad. El subinspector de policía Alberto Ponce mordía media naranja sanguina y succionaba el jugo como sí de un vampiro se tratase, aunque era el color la única apariencia encarnada que unía a los dos fluidos tan distintos: sangre y zumo de naranja.

En el sucio parabrisas del sobrio vehículo los tenues reflejos de una hilera de pinos y cipreses plantados en la cuneta se sucedían como una loca cremallera a medida que pasaba junto a ellos el coche dejando una polvareda tras de sí.

Lanzó por la ventanilla la cascara de fruta una vez acabó con ella y se puso a trastear en la radio mientras renegaba, desde luego no iba a ser una mañana para lanzar cohetes y encima comienzo de semana.

— ¡Se pierden las emisoras en cuanto sales de la capital…!— gruñó — ¿Es que no saben poner más que pasodobles?

Por fin paró el dial y Wagner inundó el lúgubre  habitáculo, era Radio Nacional y emitía un concierto de música clásica, se dejó acompañar por el primer movimiento de La cabalgata de las Walkirias, la dejó sonar con el crescendo parecía aumentar la velocidad de viejo Seat, mientras él tarareaba alegre el estribillo.

En un cruce del camino un motorista le esperaba, le hizo una seña y él le dio unos destellos de luces, al llegar a su lado sacó su carterilla y enseñó su chapa al de la moto, este salió raudo y puesto de pies sobre las estriberas de la rancia Sanglas 350 sorteaba los baches y pedregales con impresionante rapidez, el camino aún se tornaba más impracticable.

— ¡Ojalá se caiga el tío mono ese! —Se dijo— ¡Está como una cabra!

Bajó el ritmo, no era cuestión de romper el coche, o su crisma. Unas curvas más allá se lo encontró parado y con un movimiento de cabeza le recriminó su manera de conducir por aquellos andurriales.

Diez minutos agónicos de saltos y vibraciones así como un sinfín de golpes de piedras sueltas en la carrocería le sucedieron inevitablemente hasta llegar al lugar de destino. Durante todo el trayecto se convenció de no decir ningún disparate y calmarse.

Había llegado, un par de siluetas envueltas en capotes y tricornios en la cabeza le dieron el alto, aun no se había marchado el frío de la noche. Allí era.

Paró el motor del coche, miró al loco de la moto de soslayo. Unos ásperos buenos días se cruzaron.

—Subinspector Alberto Ponce de la Brigada Criminal.

—A la orden, el muerto está en lo alto de la loma. —respondió mientras se cuadraba el benemérito.

Subió por el camino empinado mientras aromas de tomillo y romero se peleaban por introducirse en su nariz él iba dando patadas a piedras mientras resoplaba, no por mal estado físico, si no por enfado.

Arriba en un espectáculo un tanto chusco un teniente y otro guardia hacían lo que podían por espantar algunas ovejas del rebaño que pastaban alegremente, estas no entendían de escenarios de crímenes. Así como su pastor y perros que pese a haber encontrado el cadáver para estos era una especie de “fiesta”. Aquello era el campo… su campo. Y aquel hecho salía de la monótona rutina.

Al llegar al lugar volvió a presentarse, esta vez al oficial que se suponía estaba al mando entre balidos, ladridos y algún golpe de cencerro.

— Teniente José Ojeda ¡Ya está bien que aparezca alguien! ¿Y no vienen con usted el juez ni el forense?… más de una hora aquí y llevo los huevos congelados… esto es de locos. —protestó con demasiada ira.

Ponce ladeó la cabeza en forma de negación y por su semblante aseguraba de que aquello no iba con él.

Iba en modo de colaboración pues había un acuerdo tácito de ayuda entre ambos cuerpos en casos como aquel y cada uno colaboraba con los medios disponibles: en este caso recabar pruebas de manera criminalística.

Aquello le sacaba de quicio: en primer lugar no estaba allí su compañero y superior el inspector Zafrilla un experto en ese trabajo, él estaba cualificado pero su compañero era un lince para esas cosas, tampoco le gustaba hacer el trabajo para que otros como el teniente de la “huevera” helada se apuntase un tanto, posiblemente un ascenso con el fruto de su trabajo añadiendo que lo que más le fastidiaba y completaba la trilogía de inconvenientes era que ese día posiblemente no podría entrenar como de costumbre el deporte que le apasionaba: el rugby.

—En Londres, ni más ni menos… tú allí haciendo vida de inspector disfrutando y aprendiendo, mientras yo aquí salvándoles la papeleta a estos cabezas cuadradas… —masculló.

Aquello era un sindiós, el pastor por un lado repitiendo una y otra vez el hallazgo del cadáver mirando al horizonte mientras salía tímidamente el sol, se debía de tratar de un hombre de pocas luces pues casi no se entendía lo que decía. El rebaño por doquier campando a sus anchas, tenía ganas de sacar el arma reglamentaria y liarse a tiros, pero desechó la idea, con un solo cadáver bastaba.

Por suerte alguien con dos dedos de frente tapó el finado con una sábana que ya empezaba a estar con grandes manchas carmesí. Llegó ante él y le dijo al que lo custodiaba que se lo mostrara, lo descubrió con cierta desgana y mirando al horizonte que empezaba a dibujarse.

— ¡Es una carnicería! —gritó el de verde con mala cara.

Ponce ni se inmutó, llevaba batiéndose el cobre con el resultado de la vileza humana y sus turbios asuntos, y un cadáver era eso: una consecuencia de ello.

Ante él se encontraba lo que parecía un ensañamiento brutal, un cuerpo atado a un madero y decapitado, la cabeza estaba delante en una posición como dejada a expresamente así, el cuerpo presentaba una cantidad de incisiones y cortes tan grande que desistió de contarlas para rellenar el informe. Parecían haber usado un instrumento muy afilado, tal era la profusión de heridas que mostraba aquel cadáver que parecía imposible determinar muchos datos de aquel desdichado, por la cabeza y algún otro detalle se apreciaba que se trataba de un hombre.

El subinspector sacó de su bolsa de costado una cámara Werlisa Color y le puso un flash exterior, todavía la luz no era óptima para hacer fotografías.

Cuando le llegó el turno de retratar la cabeza observó algo en la comisura de los labios, un trocito de algo que no era carne ensangrentada parecía una tela, sacó unas pinzas y una bolsita, tiró de aquello que se fue desplegando como sí hubiera sido puesto para que se desenvolviera al ser sacado de aquella manera, enrollado como una alfombra. Era una especie de pañuelo blanco de seda roto de unos veinte centímetros, ensangrentado, las manchas dejaban ver unos extraños signos y la forma de un inquietante dibujo que la rotura de aquella tela no permitía ver al completo. Lo metió tras fotografiarlo con pericia en un sobre amarillo que lleva a tal fin. Más tarde se lo entregó al teniente junto con su informe y se fue a meterse en coche a esperar la llegada del médico forense y el juez de guardia.

Recordó sus inicios en el cuerpo cuando estando destinando en La Seu de Urgell (Lérida) les avisaron por la aparición de un cadáver ya en territorio Andorrano y el juez de guardia de aquel pequeño país le preguntó en un catalán cerrado al muerto quien le había matado (—¿Mort quí ta mort?) antes de levantar el cadáver, se enteró después que como tradición esto se hacía desde tiempos inmemoriales, entonces le pareció una majadería costumbrista, ahora hubiera sido una estupidez preguntarle a aquellos despojos quien cometió esa masacre.

—Menuda de la que te estás librando Zafo. Luego seguro que me echarás la bronca por algo que se me ha pasado.

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