La Sportster de Manolo

Es curioso como en ocasiones pasan las cosas, y la insignificancia intenta que pasen desapercibidas, pero cuando uno es tan meticuloso de oficio nada se escapa.

A veces sucede que las anécdotas son como aquellas muñecas rusas, las Matriuskas, esas que van unas dentro de otras y al final tiene uno una colección de diferente tamaño, pero básicamente es la misma con mínimas diferencias.

El protagonista de esta es un amigo que bien podría llamarse Manolo el Madriles, como otro nombre cualquiera, pero le llamaremos así mismo por la Ley del Mínimo Esfuerzo.

Vamos allá…

Corría la parte final del milenio, y en aquella época no se veían muchas Harley Davidson por la calle, salvo cuatro chalaos que sentían pasión por la marca. Yo uno de ellos.

Estaba ayudando a un amigo a hacer una mudanza y vimos pasar una H.D. Sportster nuevecita con un tipo cuya silueta nos era familiar. En aquella época era inusual ver motos de ese tipo.

— ¡Coño, ese es el Manolo!—gritamos a dúo.

El tipo nos vio y paró, venía hecho unas castañuelas, nosotros hacía tiempo que no le veíamos y nos llamó la atención que se hubiera comprado aquella moto, las cosas le debían ir bien, entonces eran vehículos caros.

— ¡Hola chavales, vengo de Alemania!—reía de gusto por la “kilometrada” que había llevado a cuestas.

Estuvimos un rato escuchando cosas de su viaje y quedamos para un día vernos con más calma así nos relataría su viaje y nos pondríamos al corriente.

Así fue.

Coincidió posteriormente que salimos un grupo de motos, venía él con la chica que salía entonces, y este nos hizo parar de improviso en una gasolinera que no teníamos programada, ya que todos íbamos repostados. Paramos todo el grupo.

Cuando lo veo que agachado en la parte posterior derecha, maldiciendo porque había perdido el tornillo y la tuerca que sujeta la cola del escape del cilindro trasero al subchasis. Con el pie lo tocó y estaba a punto de caer. Se fue a preguntar al de la gasolinera sí tenía algo para sujetarlo, aunque que fuera un alambre y con el no por respuesta se volvió a donde estábamos.

Yo dije que las cunetas estaban repletas de cosas que caían de otros vehículos y tal vez podría servirnos de improvisada ferretería, eso era una máxima de cuando uno se queda tirado al borde de una carretera y no queda otra, a veces lo que otro ha perdido te saca del trance.

Todos los que íbamos nos dispusimos a buscar algo, así no podría circular. Pero nadie vio nada que aprovechara, además tampoco teníamos herramientas. Manolo con un trozo de madera de pallet lo puso en el sitio dando golpecillos pues quemaba.

Entonces se me ocurrió la feliz idea, en el bolsillo llevo siempre las llaves agrupadas en un mosquetón similar a los utilizados por montañeros, únicamente tuve que quitar los juegos de llaves y ponerlo en el lugar del tornillo de sujeción y gritar: — ¡Venga vámonos!

Ya reemprendida la marcha debajo del casco me reía, sorprender a un tipo como aquel: un avezado mecánico, y también se decía ser el rey de la “ñapa”. Todo un logro para mí.

Pasó el tiempo, cabe decir que fuimos y volvimos sin problema aquel día.

Me entero de que el tal Manolo vende su querida Sportster XL1200. Quiere hacerse con algo más clásico, dice.

Un día en una de esas concentraciones matinales de domingo, veo su moto pero algo ha cambiado hay un par de detalles que no estaban antes: el primero en el depósito rojo metalizado destacan dos vinilos amarillo chillón, uno sobre cada anagrama de Harley Davidson rezan el nombre de Santiago, y el otro es una manta de viaje de esas de cuadritos cogida con una guarda de cuero con sus hebillas, todo muy bucólico. Está dispuesta entre el final de asiento y la matricula; lugar este que yo usaba para poner la tienda de campaña en su día.

Vi que era otro tipo el que la arrancaba y ya deduje que debía ser el nuevo propietario.

Al siguiente sábado nos encontramos en el taller dónde íbamos a marear un rato a los propietarios para luego almorzar en el bar de al lado, en estas llegó otra a moto más al lugar, Manolo se fue para allá y empezó a charlar con el dueño. Vimos que era su antigua moto.

—La moto va muy bien… ¡Le he tenido que poner adhesivos con mi nombre, estaba harto todos dijeran… mira, la moto de Manolo! ¡Además me han robado ya tres mantas!— respondía azorado el hombre señalando el elemento textil ante la sonrisa de los allí presentes.

Las mantas o bien las perdía victima de las vibraciones o se las quitaban ya que aseguraba que las dejaba en la moto tal cual, incluso aparcada en la calle.

Cuando nadie me vio me agaché y todavía estaba impertérrito «mi mosquetón» en el mismo lugar aguantando el escape de la moto.

Pasa la vida…

Foto de Ryan Hiebendahl en Pexels

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