Julián y su memoria.

Estaba sentado en aquella solitaria parada esperando el autobús que como siempre llevaba retraso. Odiaba subir en aquellos “armatostes con ruedas” y se refería a ellos además como “latas de sardinas”. No aguantaba el contacto con otras personas, tanto era que sí el vehículo llevaba muchos ocupantes él esperaba al siguiente.

Ventajas de ser jubilado, la palabra prisa no estaba escrita en su diccionario y así se podía dedicar a su pasatiempo favorito: observar la gente.

De pronto pasó raudo un joven en su patín eléctrico, le llamó la atención su pelo rapado y una coleta en el cogote asemejando aquellos samuráis de las películas a la que se sumaba una gran barba espesa y negra, con la mirada lo siguió mientras desaparecía entre el tráfico de la urbe. Con un gesto de negación continuado miraba al suelo.

Al momento pasó una de esas motos de doble rueda delantera llamándole poderosamente la atención mientras tomaba la rotonda y chasqueó la lengua. — ¡Dios! —exclamó.

Entonces su mente esa que no le permitía recordar lo que había cenado la noche anterior, se puso a funcionar.

Pensó en la imagen color sepia de un niño subido en la Lambretta de un fotógrafo itinerante. ¿Cuánto hacía de aquello? Siempre le dijeron que ahí tenía 4 añitos. Fue la primera vez que Julianin el de la Inclusa se subía a una moto.

O cuando se subía siempre a escondidas en la vieja Indian de Jacinto el espartero, moto que escapó milagrosamente de la guerra civil y que usaban mediante un ingenio para machacar el esparto. Tocaba el dibujo de una chapa de bronce mientras se preguntaba cómo sería la fábrica donde hicieron aquella moto roja condenada a la inmovilidad y si la habrían montado aquellos pieles rojas de pelo largo y plumas que subidos a un caballo lanzaban flechas en las películas del cine.

Esbozó una sonrisa por aquello… años más tarde “Julianete” supo que sólo era una marca americana.

Rememoró las correrías se sus años se mocedad en una vieja bicicleta negra de frenos de varilla que nunca funcionaban… la de suelas de abarca que se comieron aquellas llantas.

Un buen día uno de los jóvenes pudientes del pueblo en la puerta del casino le retó a una carrera, a ver quién llegaría antes a la capital si él con una flamante Montesa de depósito gris o Juli con su bici, el otro le daba una hora de ventaja.

Aún recuerda la cara del tipo a su llegada al fielato tras verle tomando una cerveza en la terraza del bar de la pérgola. El perdedor sacaba su cartera recibió una negativa por respuesta.

— ¿Qué quieres entonces? —preguntó extrañado, mientras el vencedor señalaba la moto.

Todavía están en su cabeza las imágenes de su vuelta al pueblo triunfal y que nadie presenció ya que era la hora de la siesta.

Después vinieron tiempos difíciles intentando ganar un dinero inexistente con la esperanza de comprar algo con dos ruedas y motor. En aquella España de postguerra donde solo triunfaban cantantes, toreros… y el Real Madrid, gracias al No-Do.

Hasta había hecho una quiniela, y pensaba ir a algún concurso de radio o de aquel nuevo invento que era la televisión, que lejos quedaba eso para él. Únicamente le hacina falta veinte mil pesetas, todo un capital. Siguió picando piedra en aquella futura carretera bajo el sol castellano. Aquel mismo día apareció un tipo buscando trabajadores para unas minas leonesas responsables de la extracción de carbón y Julián se presentó voluntario el primero. Sin ningún tipo de arraigo, huérfano de nacimiento y sin novia, no se lo pensó dos veces.

Dos meses más tarde Julián Expósito era el mejor barrenero de las tres minas con que contaba el Consorcio de la Unión Minera “La Estrella” del Bierzo. Solía haber aparcada una Ossa de 250 c.c. con una mancha de aceite debajo en el aparcadero junto a las oficinas, era suya.

Aquellos domingos subiendo por los puertos asturianos en busca de una espectacular fabada, su viaje a Cantabria tan únicamente por comer las mejores anchoas o aquel pulpo a feira que comió en Rías Baixas, la cecina de León y así seguía su mente asociando rutas a degustaciones culinarias por toda aquella parte de la península que desconocía y que le atrapó a lomos de su “dama roja”, llamaba de esa manera a la moto.

Con una sonrisa muy grande en la cara, vio parar su autobús delante de él y no hizo ademán alguno.

— ¡Ya vendrá otro, este va muy lleno! —se dijo a sí mismo satisfecho.

Continuó reviviendo en su cerebro momentos pasados.

Foto de Aleks Magnusson en Pexels

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