La herencia II.

*Este relato fue una colaboración que hace tiempo tuve con el blog de un gran amigo tristemente desaparecido: Elmesse Motolover, un recuerdo para él.

En la oficina sentados uno frente a otro no sabían que decirse. Pedro Briones así se llamaba el tipo acababa de enterarse que su casero y amigo había fallecido por una fría carta firmada de su puño y letra hecha llegar por un muchacho que decía ser su nieto. En la misma le indicaba que lo pusiera a trabajar con él, que le enseñase un oficio y unos valores, una manera de ver la vida distinta. El salario que percibiría el muchacho saldría de un fondo creado para ello por el fallecido, además el local ahora pertenecía al chico con la condición que no podía venderlo, ni usarlo como aval. Una postdata le decía que si tenía alguna pregunta llamase a un número telefónico del notario. Estuvieron charlando con el fin de conocerse.

—Bien… ¿Nacho te llamas, no?  ¿Qué sabes hacer? ¿Has trabajado alguna vez en un taller?

—No, es más no he trabajado nunca. —Respondió engreído.

—Entonces tienes alguna afición, hobby, entretenimiento, ya sabes…

—Yo soy de las tres R… Reguetón, Red-Bull y Redes Sociales…

Pedro asintió y le dijo a la hora que debía estar al día siguiente para empezar, que la puntualidad era fundamental.

Allí estaba a las siete de la mañana, tomaron un café en la máquina que había en la oficina empezaron a trabajar.

El chico comenzó con tareas de limpieza, clasificación, atendiendo pedidos telefónicamente. Al mes ya se manejaba bien e incluso se había ganado el respeto de los compañeros pues siempre estaba dispuesto para echar una mano a cualquier cosa que le pidieran.

Por fin llegó el día que le enviaron a una recogida con la moto, aquella sempiterna Montesa roja, para él fue un sueño hecho realidad, aunque le costó un poco hizo el recado. A partir de ese día cuando tenía un momento se ponía a revisarla y hacerle algún ajuste o mejora. La mecánica le empezaba a apasionar, leía tratados en ratos libres y acribillaba a preguntas al “Señor Pedro” como le decía él para satisfacer su cada vez mayor curiosidad.

Era frecuente verlo quedarse después del horario del taller echando una mano con faenas atrasadas.

Unos meses después acudieron a una concentración de motos de la cuál era sponsor la tienda-taller. Allí el chico descubrió el ambiente motorista, lo que era la amistad entre personas que nunca se habían visto u otras que estaban separadas por miles de kilómetros y se veían como si fuese ayer el último día que coincidieron.

Nacho cual esponja absorbe un líquido fue aprendiendo cosas como que el saludo a otros motoristas en carretera es sinónimo de igualdad y compañerismo, solidaridad y empatía además de un acto de educación. Que cuando uno tiene un problema dejando en el arcén un casco avisa de ello. De lo que se siente al coronar un puerto de montaña mítico, atravesar dunas de arena o caminos de tierra, trochas llenas de vegetación, de llegar a un circuito el día antes de las carreras o a una concentración.

La aventura personal de rodar en solitario, el compromiso que conlleva pertenecer a un moto club. Lo feliz que se rueda al inicio de un viaje programado, en una comitiva de celebración o lo triste que puede llegar a ser en un homenaje a compañeros caídos, o cuando hay algún percance de importancia rodando en grupo o en menor medida de regreso de unas vacaciones. Que a veces es preferible rodar solo que mal acompañado y, que de hacerlo en grupo hay unas normas básicas: la primera es ser puntual y acudir con el depósito lleno. O también que una cerveza bien fría tras acabar un trayecto en verano sabe a gloria y lo bien que entra un consomé calentito después de circular con bajas temperaturas.

Al regresar de allí, supo que tenía que conseguir una moto fuera como fuera.

En el rincón del almacén cubierta de polvo había una Bultaco Metralla que en otro tiempo usaba el jefe para moverse por la ciudad. El chico se la compró y se empeñó en restaurarla desde cero corriendo con todos los gastos de su propio bolsillo. Pasaba las horas en el taller reparando o sustituyendo piezas. Hasta que un día la acabó y la puso en marcha, fue un día feliz se dio una vuelta con ella y pasó por el bar donde se juntaba con los amigos, fue a enseñarles su obra maestra… se sentía orgulloso pero a ellos no les llamaba la atención, preferían los coches alemanes de gama alta. Frustrado se marchó…

Dejó de ver a sus amigos poco a poco.

Comenzó a acudir a reuniones y eventos de corte motorista, al poco tiempo era conocido en el mundillo como “Ignacio el de la Metralla amarilla”.

Un día años después Pedro Briones mientras almorzaban en el taller le preguntó si aún seguía con lo de las 3 erres.

—Sí, claro… pero ahora son distintas:

Rutas, Reuniones de amigos y Rock and Roll.

Entonces todos rieron.

Foto de cottonbro en Pexels

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