Bajo mi casco.

*Aquí en este texto intento contar algunas de las cosas que suceden en una vuelta en moto normal narrada en primera persona y vistas desde el interior de la funda de seguridad que protege mi cabeza, me pregunto sí habrá quien hará lo mismo que yo. Al final el motorista es un simple contemplador de cuanto sucede a su alrededor ya que al no ir enlatado forma parte de todo ello.

Ya había pasado siete hitos kilométricos de hormigón de esos que los gringos denominan “mojones» cuya traducción del palabro al idioma de Cervantes tiene un significado escatológico.

Siendo tal  su tamaño que me imagino como debiera ser el gigante que llevaba a cabo tan exactas deposiciones en las carreteras de este país; porque: ¡Menudas moles!

Como siempre pensando en tontunas mientras conduzco, así me va.

Llegando a una población reduzco dos marchas y me pongo a los 40 km/h que me indica la señal que debajo un cartel me avisa de los badenes con las dos palabras: Bandas sonoras… y, como siempre tras leerlo mentalmente añado yo: ¡de películas! y me río.

E imagino atravesar el pueblo con los acordes de Superman, El Padrino, La muerte tenía un precio, o cualquiera de las de Disney por citar ejemplos.

Cada lugar podría tener la suya propia incluso.

Otro pensamiento recurrente.

Paro a repostar, como siempre hay un gasolinero resuelto y condescendiente que te cuenta que tuvo una moto de joven y que casi se mata después de preguntarme la marca, el modelo, cuanto corre y adónde me dirijo.

Desecho la idea de pedirle consejo sobre un buen lugar donde también repostar mi estómago, una vez más confío en el instinto que falla más que una escopeta de feria.

Así que me veo comiéndome un triste bocadillo en la barra de un asador en el cual se celebra una concentración de primeras comuniones de la zona con el boato y ceremonia habitual en estos casos y me marcho aburrido tras padecer junto a camareros y algún cliente una marea de niños de “bonito” con alteración por exceso de azúcar y cafeína de refresco.                                                                         Estos como pertenecientes a una horda de pequeños bárbaros vengativos con cuentas pendientes se las hacían pagar a una serie máquinas de vending y demás mobiliario del mesón asador, incluso las plantas del parking llegando a ver escenas dantescas.

Llego a temer por la integridad de mi motocicleta.

Con mucho gozo desaparezco de allí ciscándome en el santo Herodes y lo imagino en su cuadriga parando en una venta palestina a dar de beber a las caballerías y el grupo de chiquillería del lugar espantado a los cuadrúpedos a pedradas. Así vino lo que vino después.

Ya en carretera de nuevo, estremecido parezco recién despierto de una pesadilla e intento visitar aquel castillo, que se queda en eso: intento.

Los señores que reparan las carreteras han quitado todo el asfalto y dejando un patatal que se puede salvar gracias a unas señales de velocidad máxima de 20 km/hora, lo pruebo pero no es aconsejable ir a esa velocidad y desconozco cómo estará más adelante aborto la idea no tengo ganas de hacer enduro esta mañana.

Me doy la vuelta y otro día será.

De regreso una gran cola de automóviles de toda índole me recibe poniendo de manifiesto que el atasco dominical está servido.

En velocidades cortas y con mucho cuidado adelanto por el arcén, no vaya a ser que alguno de aquellos domingueros le dé por bajarse del auto sin mirar y me lo lleve puesto, o estén los señores de verde libreta y bolígrafo en mano (bueno ahora llevan una tableta electrónica, cosas del progreso) que no sé que será peor.

Llego a casa y “game over”, paella familiar y siesta…

Al día siguiente ya en el trabajo:

— ¿Oye, cómo fue la salida en moto?

—Fue como siempre.

* fotografía del archivo parroquial.

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